martes, 11 de septiembre de 2012

Salvador Allende y las ideas del zapatero anarquista

 


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Puede sonar a demasiado cliché que el anarquista que formó parte de la formación social y política del futuro presidente Salvador Allende fuera un zapatero. Pero la historia fue esa y así lo han registrado las biografías más completas del que fue cabeza del gobierno de Chile entre diciembre de 1970 y el 11 de septiembre de 1973.

El propio Allende lo evocó en su momento, diciendo que «cuando era muchacho, en la época que andaba entre lo 14 ó 15 años, me acercaba al taller de un artesano y zapatero anarquista llamado Juan Demarchi para oírle su conversación y para intercambiar impresiones con él... Eso ocurría en Valparaíso, en el período en que era estudiante de liceo. Cuando terminaba mis clases me iba a conversar con ese anarquista que influyó mucho en mi vida de muchacho. El tenía 63 años y aceptaba conversar conmigo. Me enseñó a jugar ajedrez, me hablaba de cosas de la vida, me prestaba libros, como los de Mijail Bakunin, por ejemplo, y sobre todo los comentarios de él eran importantes porque yo no tenía una vocación de lecturas profundas y él me simplificaba con esa sencillez y esa claridad que tienen los obreros que han asimilado las cosas».

Esto que podría haber sido un dato anecdótico o algo que se señala como una curiosidad, en el caso de Allende y tal como aparece en el último trabajo documental del cineasta Patricio Guzmán, las ideas libertarias y de expresiones de una democracia más directa de como se ha vivido en Chile, no sólo corresponden a conversaciones de un adolescente por allá por los años treinta.

En el caso de Allende esas ideas reaparecerán en sus discursos cuando ya era presidente tomando la forma de una defensa comprometida y visionaria de lo que debía ser una democracia directa o propuestas que evidenciaban su espíritu libertario. «La auténtica democracia —expondrá en mayo de 1972— exige la permanente presencia y participación del ciudadano en los asuntos comunes, la vivencia directa e inmediata de la problemática social de la que es sujeto, que no puede limitarse a la periódica entrega de un mandato representativo. La democracia se vive, no se delega. Hacer vivir la democracia significa imponer las libertades sociales». Un planteamiento abiertamente radical y que hoy toma mucha fuerza cuando a la mayoría de los chilenos y a muchos habitantes del planeta les hacen creer que su gran papel de participación y de ejercicio por la defensa de sus opiniones es ir a marcar una raya en un papel cada cuatro seis años.

Adelantándose a lo que hoy afrontamos, Allende señala que «este es un tiempo inverosímil que provee los medios materiales para realizar las utopías más generosas del pasado, (pero) pocas veces los hombres necesitaron tanto como ahora de fe en si mismos y en su capacidad de rehacer el mundo, de renovar la vida». Tomar estas palabras o las anteriores, que fácilmente pudieron haber sido dialogadas con ese zapatero anarquista, nos hacen mirar nuestro mundo de hoy y observar con resignación lo lento que sigue siendo el andar de esas ideas, de esas utopías que si bien algunos creen ver dormir, lentamente se despiertan y se larvan desde el pie.
 
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